lunes, 19 de octubre de 2009

(5/9) El privilegio del olfato

Temporada 1 – Episodio 1 – Versículo 4.

7

Lo único malo de que cruce la pierna es que no puedo percibir si se humedece con la serie de episodios eróticos que en ocasiones me da por contarle.  Me refiero a con la vista, porque Dios me regaló el privilegio del olfato, así que puedo distinguir con claridad el aroma a su coño humedeciéndose de forma gradual, al contacto con mis palabras. Se le humedece el sexo, me mira respirar profundo mientras le veo la entrepierna, sabe de pronto que sé su secreto, que adivino sus reacciones, se sonroja, se moja más, y yo prosigo con mi historia.

Sólo porque no puedo hablar muy bien mientras ocupo mi lengua para otras cosas, pues de lo contrario le pediría que se quitara los pantalones y que se quedara con la ropa interior y los zapatos puestos; la abriría de piernas en la silla de psicólogo donde está sentada, haciendo que descansara cada una de las piernas en los brazos del sillón, obligándola, con violencia amorosa de ser necesario, a que tocara con sus rodillas sus hombros y que aventara la cadera hacia lo más incierto de su futuro, de tal manera que el delicado misterio de su entrepierna quede disponible para el placer oral que en mi boca siempre está disponible para ella, y le comería el sexo, primero sobre el calzón, para luego tomarme la libertad de hacerlo a un lado con los dedos y comerme todos los jugos que emanen de su templo. Es más, le pediría de buena gana  un vaso de vidrio para poder llenarlo con su miel e írmelo tomando camino a casa. Pero aunque sea muy tentador, no lo hago porque es de mala educación interrumpir a alguien mientras trabaja, pues el trabajo es sagrado. Además no quiero que vaya a hacerse la incorrecta idea de mí, de que siempre estoy alucinando en sexo.

Se ve tan linda, tan viva. Me encanta su piel blanca, sus ojos verdes, su nariz perfilada y angulosa, su boca chiquita de labios carnosos que siempre pinta de un color discreto y claro, de profesional sobriedad.  De haber sido monja como pretendía, habría sido una monja condenadamente atractiva y seguramente algún sacerdote, alguna septuagenaria madre superiora o algún buen samaritano —o todos al mismo tiempo— habrían terminado por cogérsela, con o sin su consentimiento.  De sus viejas intenciones religiosas sólo queda un crucifijo de oro que cuelga en su cuello; ha de ser un crucifijo feliz, pues siempre está en medio de sus grandes pechos deliciosos. Si has de estar clavado en maderos, al menos que sea en un bonito lugar como ese.

Caigo en cuenta de una cosa: si un hombre atiende de forma irrestricta a una mujer es porque está enamorado de ella, o está en vías de estarlo. Eso de dedicarles el tiempo y las atenciones de forma desinteresada es un gastado cliché que nadie cree verdadero.  Lo que quiero decir es que yo atiendo a Daisy con tal dedicación que parece que me estoy enamorando de lo próximo, para variar y no perder la costumbre.


 

Soundtrack: Este episodio se lee mejor si escuchas “Vida Loca”, de Francisco Céspedes.

Escuchar aquí

Siguiente entrega: (6/9) Destino veleidoso.

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